viernes, 3 de marzo de 2017

¿Cuál revolución?

Hablar del general Porfirio Díaz Mori en los tiempos modernos, necesariamente significa hablar también del movimiento armado de 1910, pues éste se encaramó sobre la figura histórica del héroe del 2 de abril de 1862, y ya montada en él, desarrolló una orquestada y sistemática campaña de acusaciones, ciertas algunas, exageradas otras y falsas la mayoría, construyendo así una historia mítica con la que se adoctrinó a millones de mexicanos, convirtiendo aquella larga administración del presidente probo, en un periodo sangriento en el que los mexicanos debieron callar y obedecer, pues aquellos que alguna vez se atrevieron a expresar con valentía su pensamiento político, fueron alojados –según los intérpretes del evangelio revolucionario- en las mazmorras de San Juan de Ulúa, o fueron pobladores de la cárcel de Belén, cuando no expulsados del país o residentes en algunos de los cementerios en que Díaz y sus esbirros depositaban los despojos de sus críticos.
Este mensaje, repetido machaconamente a lo largo de más de un siglo, hizo que millones de mexicanos fuéramos adoctrinados con la leyenda negra de un presidente que se aferró al poder hasta que la sacrosanta revolución lo expulso del país, aderezado el mensaje con la fábula de un presidente que nada hizo por México, pues la poca obra buena que se le reconoce fue hecha para servir a los intereses extranjeros, amén de que millones de campesinos gimieron bajo el yugo de hacendados esclavistas. El Mátalos en caliente sigue siendo repetido hasta el cansancio, al tiempo que se ha hecho mártires a los trabajadores levantados en armas. Así, en el sensorio de millones de compatriotas se formó y persiste la leyenda negra de don Porfirio, que pasó a ocupar un lugar distinguido entre los enemigos de la patria.
Se me dirá que hablo así porque soy enemigo de la Revolución mexicana, motivo por lo cual pregunto: ¿Cuál revolución? ¿la lucha armada que inició el señor Madero en 1910? ¿Esa que abrió la jaula de los leones y provocó enfrentamientos entre los aspirantes al poder durante la siguiente década? Si es así, conviene hacer una aclaración de ese pasado nuestro: Todo inició cuando un mexicano patriota y bien intencionado, aunque escaso de conocimientos políticos, el señor Madero, de buena fe creyó que abandonando don Porfirio la silla presidencial, el pueblo mexicano, libre al fin, viviría regocijado en el uso de la democracia y la patria sería feliz. Las tropas del señor Madero decidieron correr el riesgo de atacar una población fronteriza y tomarla a sangre y fuego. Lo que produjo un movimiento de las fuerzas armadas norteamericanas a lo largo de la zona fronteriza. Don Porfirio, temeroso de provocar un conflicto con Estados Unidos y sintiéndose abandonado del pueblo que otrora lo nombró su caudillo, decidió abandonar el poder para no dar pretexto al vecino de emprender alguna acción contra México y también por conservar la paz que había permitido a México prosperar, entregó su renuncia y marchó al exilio. Eso sí, debe aclararse, no renunció hasta que consiguió que los rebeldes aceptaran un funcionario que se hiciera cargo de la transición entre gobierno y revuelta, logrando que se aceptara a don Francisco León de la Barra como presidente interino de México, conservándose por tanto la estructura porfiriana de gobierno mientras corrían los trámites para convocar al pueblo a elecciones.
Desde París don Porfirio contempló expectante la marcha de los asuntos en México: El señor Madero licenció al ejército que lo había llevado al triunfo y se quedó con el ejército porfiriano; una vez que fue presidente electo constitucionalmente, Madero aceptó a todos los miembros de las Cámaras y a una gran cantidad de los burócratas que habían servido al gobierno porfiriano. Llevado, además, de su bonhomía, el nuevo gobernante permitió libertad irrestricta a la prensa, que lo criticó severamente y sin cordura lo ridiculizó de mil maneras.  La inexperiencia política del señor Madero le llevó a enfrentar las rebeliones de Bernardo Reyes, Emiliano Zapata y Pascual Orozco, creando además un caos en el gobierno, al grado que una sección de la Cámara de Diputados fue a solicitar al señor Madero que por patriotismo renunciara a la presidencia. Vino entonces la revuelta de Félix Díaz y por último se produjo la Decena Trágica. Hasta aquí, ninguna revolución o cambio importante se había producido en México; lo peor: el pueblo, que había aplaudido con entusiasmo la valentía del pequeño David coahuilense por derrocar al Goliat dictador, lo recibió en junio de 1911 como el mesías, pero en 1913 había cambiado su pensamiento y veía en los llamados revolucionarios un grave riesgo de que el país continuara por el camino de las asonadas, golpes y atropellos contra la ciudadanía. Como a la postre sucedió. Es decir, es falso que el pueblo, acuciado por la miseria y decidido a morir o triunfar, enfrentara las bayonetas de la dictadura, pues ni el Plan de San Luis, ni el Programa del Partido Liberal ofrecían importantes reformas en cuestiones agrarias, ni corregir graves problemas de la clase obrera.
Después vino el cuartelazo de Victoriano Huerta que se auto declaró presidente, con la aceptación de la mayoría de los gobernadores, exceptuando Coahuila y Sonora que levantaron contingentes armados para luchar contra el usurpador, dando inicio a un periodo de anarquía que desgastó los recursos de la patria y cegó la vida de decenas de miles de mexicanos. Hasta aquí, pregunto: ¿cuál revolución?
Después de la tragedia de Tlaxcalantongo, los ideólogos del grupo sonorense comprendieron que de alguna manera había que darle legalidad y soporte a su naciente régimen, ideando la fórmula: El pueblo mexicano hizo una revolución para expulsar al dictador Porfirio Díaz, único responsable de todos los males que padeció México por más de treinta años. Ese juicio, fue seguido, ampliado y explotado por historiadores a sueldo de la administración en el poder. En ese tiempo don José Vasconcelos pagó a los muralistas para que plasmaran en los muros de edificios importantes de la capital la historia de las atrocidades de la dictadura de don Porfirio, y esos artistas cuya educación había sido pagada en Europa por la administración porfiriana, olvidando cualquier sentimiento de agradecimiento al régimen que se los formó, se dieron vuelo narrando pictóricamente una historia grata al gobierno que servían.
Luego se modificaron los libros de texto para hacer una historia agradable al vencedor. Por conveniencias políticas algunos personajes de dudoso comportamiento durante el movimiento de 1910, se convirtieron en héroes nacionales. Y así durante más de un siglo Porfirio Díaz fue el pararrayos de todo lo malo que había ocurrido en el país: se le acusó de ladrón, asesino, mujeriego, vende patrias, dictador omnímodo, controlador de elecciones, violador de la libertad de expresión, xenófilo y muchas otras lindezas. A medida que pasaban los años la figura de don Porfirio se hundía más en las profundidades del averno, al tiempo que la sacrosanta revolución de 1910 sobrepasaba la altura del Monte Olimpo.
Todos los mexicanos que recibimos educación oficial a partir de los años treinta y aún seguimos aspirando smog en la macrourbe, fuimos adoctrinados por el evangelio revolucionario, lo que despertó en nuestros tiernos corazones el odio al dictador Porfirio Díaz y admiración por todos los valientes que tuvieron las agallas de enfrentarlo. Quienes amamos a México y admiramos su Historia, con el tiempo caímos en cuenta de la falacia de que habíamos sido víctimas. Hoy, reconocemos la importancia del movimiento constitucional de 1917 y aceptamos que a partir del gobierno del general Calles surgieron medidas que pueden considerarse pródromos de una revolución incruenta, misma que dio paso al México del siglo XXI. Nos llama la atención, sin embargo, que a pesar de ya ser innecesario sostener la campaña de satanización contra el general Díaz, ésta continúa oficialmente, al tiempo que el mito de la revolución redentora de 1910 sigue siendo impulsado por gobiernos cuyos pecados y acciones apátridas hacen parecer angelical al régimen de don Porfirio.

Ricardo Orozco

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